Según
la narrativa tradicional, la Guerra de Castas inició el 30 de julio de 1847,
cuando campesinos armados, dirigidos por Cecilio Chí, el batab de
Tepich, masacraron a los pobladores blancos y mestizos de este pueblo. De ahí
que el penúltimo día de julio sea tomado como el aniversario de dicha
conflagración, pero la realidad es mucho más compleja. En esta introspección
nos proponemos comenzar una serie de reflexiones sobre la violencia como un
elemento fundamental en la historia política de Yucatán, a contracorriente de
la visión propalada por la Historia Oficial,
que afirma que nuestra región, desde los tiempos de los antiguos mayas, se ha
caracterizado por su paz y armonía. El discurso, que parte de la idea de unos
idealizados mayas que vivían en una sociedad en la que prevalecía el respeto e
incluso la igualdad de género, continúa vigente hasta nuestros días, en los que
los algunos de los actuales actores políticos se vanaglorian de las bondades de
nuestra vida social, tan distante de los violentos y cotidianos espectáculos
que conmueven un día sí y otro también a otras regiones de México.
Por
nuestra parte, sostenemos que estas ideas constituyen una falacia: si bien hoy
en día la violencia en Yucatán parece contenida, y se distingue tanto
cuantitativa como cualitativamente de la que se vive en el resto del país y en
buena parte de Centroamérica, ello no siempre ha sido así. Nuestra región ha
pasado por ciclos de enorme y reiterada violencia, y la posibilidad de que ello
vuelva a ocurrir está latente. Para ejemplificar nuestro planteamiento hemos
escogido precisamente la coyuntura del origen de la Guerra de Castas, uno de
los conflictos sociales más graves, violentos y prolongados en toda la historia
de nuestra América, y que tuvo por escenario principal el Oriente de Yucatán.
El
proceso empezó mucho antes del emblemático 30 de julio de 1847. Fue en el
verano de 1834 cuando Agustín Acereto, un importante líder criollo de
Valladolid, recorrió las poblaciones del Oriente, invitando a los campesinos a
levantarse para lograr la anulación de los impuestos personales. Miles le
respondieron, pero cuando la revuelta fue derrotada, regresaron a sus tierras
rumiando su fracaso y frustración. Unos pocos años después, en 1839, fue
Santiago Imán, un caudillo de Tizimín, quien agitó la región con las mismas
promesas, logrando el mismo apoyo y, ahora sí, una victoria fulgurante. Pero
las promesas quedaron en el olvido, lo mismo que ocurrió en las temporadas de
sublevación de 1842, 1843, 1844 y 1846. Un nuevo levantamiento a fines de este
último año, dirigido por un tal Domingo Barret, obtuvo de nuevo un apoyo
multitudinario, pero esta vez los resultados fueron muy diferentes.
Fue
el 15 de enero de 1847 cuando miles de campesinos, en unión de cientos de
vecinos de Valladolid, atacaron la gran ciudad oriental. Logrado el triunfo, los
líderes criollos dieron permiso-como era costumbre-para embriagueces y excesos,
pero esta vez los rebeldes se volvieron incontrolables, y convirtieron su
desenfreno en un feroz ataque dirigido a algunas de las familias y las figuras
principales de aquella orgullosa y estratificada sociedad. Acaudalados padres
de familia, jovencitas recién salidas de la adolescencia y hasta el viejo
vicario de Valladolid, el explosivamente racista Padre Manuel López Constante,
perecieron ante la algarabía de la multitud, dirigida aparentemente por el
comerciante mestizo Bonifacio Novelo. Cuando todo aquello terminó, las élites
de todo Yucatán hervían en alarma, y Bonifacio y sus lugartenientes fueron
encarcelados fugazmente. Su escape, unos días después, marcó el surgimiento de
una numerosa facción, por un lado rebelde al gobierno, y por otro aliada de las
comunidades orientales.
A
nivel estatal se confrontaban los grupos representados por Santiago Méndez, que
defendía los intereses de la ciudad de Campeche, y por Miguel Barbachano,
ligado a las élites de la ciudad de Mérida. Pero a nivel micro regional, los batabo’ob
del Oriente y del Sur Oriente comenzaron a movilizarse por su cuenta y con sus
propios objetivos, coincidiendo con los que ya preconizaba Bonifacio Novelo. En
ese contexto ocurrió la detención y posterior fusilamiento de Manuel Antonio
Ay, batab de Chichimilá, y los fallidos intentos por detener a Cecilio
Chí y a Jacinto Pat, batabo’ob de Tepich y Tihosuco, respectivamente. El
ataque de Chí a Tepich el 30 de julio en realidad fue reactivo a una brutal
incursión de soldados gubernamentales durante la tarde del 28.
Así,
una región sin registro de actividades bélicas durante siglos, se convirtió en
el epicentro de la violencia en todo Yucatán. En las siguientes semanas a aquel
30 de julio de 1847, miles de pobladores de las regiones mencionadas se
levantaron en armas y marcharon contra las villas y ciudades yucatecas,
provocando un creciente pavor que se mantuvo por los siguientes meses. Muertos
los grandes líderes de los orígenes-con excepción del eterno Bonifacio Novelo,
que murió de anciano casi un cuarto de siglo después de los acontecimientos
reseñados-, la rebelión se trasladó geográficamente a las selvas y sabanas del
extremo oriental de la península- principalmente en lo que hoy es el Estado de
Quintana Roo-, pero mantuvo su dinámica de violencia cotidiana sobre las
regiones de Valladolid y Peto durante unos 30 años más. El ciclo de violencia
consuetudinaria sólo se fue cerrando hacia 1876, cuando un anciano Crescencio
Poot dejó los ataques armados para privilegiar las negociaciones con Belice,
por el lado de los rebeldes, y Francisco Cantón, el más importante caudillo
militar vallisoletano, abandonó el negocio de la guerra para incursionar en las
más productivas vetas del Ferrocarril y la Hacienda Henequenera.
Muchos
años después, en 1910, arruinado económicamente y desplazado políticamente,
Cantón recurrió de nuevo a la violencia política en lo que se ha dado en llamar
primera chispa de la Revolución Mexicana. Su movimiento fue aplastado
furiosamente, y algunos de los líderes sobrevivientes se refugiaron entre los
descendientes de los rebeldes de la Guerra de Castas. Pagaron con su vida la
osadía. Los tiempos violentos habían pasado, siendo sus muertes de las últimas
provocadas por la violencia política en la región. Cuando llegó la Revolución
Mexicana a Yucatán, el ciclo de la violencia había concluido, y salvo contadas
excepciones-que abordaremos en su momento-, Valladolid y su región se
mantuvieron en paz por las siguientes décadas.