El 23 de septiembre de
1973 dejó para siempre el tráfago de la vida Neptalí Reyes Basoalto. En sus instantes finales el poeta-conocido en
la historia por su seudónimo de Pablo Neruda-no dejó de repetir “los están fusilando…los están fusilando”.
Doce días antes de su
muerte, el bardo chileno-entre sollozos y aflicción-se enteró de los
acontecimientos que provocaron la muerte de su amigo el Presidente Salvador
Allende y, pese a su enfermedad, tuvo plena discernimiento de los sucesos que
enfrentaba su Patria a propósito de la instauración de uno de los regímenes más
nefastos en la historia de los pueblos latinoamericanos.
Neruda–quien inicialmente
para ocultar a sus familiares su vocación literaria utilizó tal individualización
en homenaje al escritor checo Juan Neruda, autor de los cuentos de la Mala
Straná-nació en 1904 al sur de Chile, en Parral. Inició su carrera literaria
produciendo, entre 1920 y 1923, su libro Crepusculario, de cuyo texto me estremece
la lectura del poema Farewell, entre cuyos renglones cortos se lee: “Por esa vida que arderá en sus venas/
tendrían que amarrarse nuestras vidas…/”
En 1924 produjo un manojo
de versos llamado “Veinte poemas de amor
y una canción desesperada”; aquel poemario que trae en una de sus carillas
los versos que dicen: “Me gustas cuando
callas, porque estas como ausente/ y me oyes desde lejos y mi voz no te toca…/ Luego, en el contexto de un trabajo arduo y
fenomenal, siguió publicando su incomparable producción literaria que le
condujo, en 1971, a ser galardonado con el premio Nobel de Literatura.
Con los sucesos del 11 de
septiembre de 1973, que provocaron todo tipo de persecuciones y prohibiciones,
el sepelio de Neruda se constituyó en un acto inverosímil, pues su pueblo no
solamente acudió a depositar sus restos en el Cementerio General y a llorar por
su partida, sino que, además, se convocó, en el mismo lugar, para rendir
homenaje a los caídos en el golpe militar–entre otros a Allende y a Víctor
Jara-así como para denunciar al mundo la represión de aquellos días.
El sepelio de Neptalí
Reyes fue, entonces, un desfile en homenaje a la vida, al poeta, a quienes le
habían acompañado en sus ilusiones, a los militantes que entregaron su
existencia víctimas de la furia dictatorial. Un cortejo fúnebre que
adicionalmente desafió la muerte, a propósito de la presencia de la soldadesca
que se apostó a lo largo de dicho cortejo.
Fue tal entierro,
también, un acto de solidaridad con el poeta que días atrás soportó la
humillante invasión a su casa en la Isla Negra, allí donde en medio de su
agonía escribiera el “testamento de la
acusación”.
El funeral de Neruda
sirvió para que el vate siguiera combatiendo junto a Allende y a otros caídos-a
pesar de estar orillados junto a la muerte- a favor de sus ideales y de la
ilusión de una nueva alborada, conforme fueron y siguen siendo las expectativas
de miles y miles de hombres y mujeres de su Patria y de toda “nuestra América”.