Hace
doscientos años florecieron logias masónicas en Cuba, favorecidas por el clima
creado con el restablecimiento de la constitución gaditana de 1812 tras la
sublevación de Riego en enero de 1820. Influidas por los avances de la
independencia en Hispanoamérica, varias de ellas formaron una extendida conspiración separatista
conocida como Soles y Rayos de Bolívar, que pretendía una rebelión armada que
proclamara la “República de Cubanacán” –nombre de un cacicazgo
taino-, con una bandera que tenía al centro un sol con siete rayos dorados.
La
denominación del primer movimiento independentista en la historia de Cuba tenía
que ver con una frase del propio Simón Bolívar: “Estoy como el sol,
brotando rayos por todas partes”. El
complot se inició en 1817 en Estados Unidos, donde el habanero José Francisco
Lemus se reunió con los agentes venezolanos Pedro Gual y Lino Clemente, que le
dieron el grado de Coronel en el ejército bolivariano. Poco después tuvo
encuentros en España con José Rafael Revenga y José Tiburcio Echavarría, otros representantes
de Venezuela, gestiones que compartió con sus amigos de La Habana.
Durante
el trienio liberal (1820-1823), Lemus también sobresalió entre los seguidores
del rico criollo Conde
de O’Reilly,
apodados yuquinos, durante los
enfrentamientos callejeros en la capital cubana con los “godos”,
pequeños comerciantes y empleados españoles capitaneados por el clérigo
peninsular Tomás Gutiérrez de Piñeres. En ese caldeado ambiente brotaron como
hongos las
logias del rito de York, entre ellas Caballeros Racionales, Cadena Eléctrica,
Cadena Triangular de Bolívar y la mencionada Soles y Rayos, todas nutridas de
jóvenes criollos, entre ellos el poeta José María Heredia, José Teurbe Tolón y
Frasquito Agüero Velasco, así como varios emigrados hispanoamericanos: el ex presidente neograndino
José Fernández Madrid, el rioplatense José Antonio Miralla, el oidor peruano
Manuel Lorenzo de Vidaurre y el guayaquileño Vicente Rocafuerte.
Pero la
extendida conspiración fue detectada por las fuerzas represivas del Capitán General Dionisio Vives, quien informó el 2 de
agosto de 1823: “Están aprehendidas al
presente especies que de un modo inequivocable comprueban el cuerpo del delito:
tres banderas, más de trescientas escarapelas tricolores, muchas armas de fuego
y un crecido número de proclamas, cuyas imposturas y falaces doctrinas dan muy
bien a conocer las sanguinarias ideas de destrucción que abriga D. José
Francisco Lemus que se titula jefe de las tropas y sus despreciables satélites”.
Ese
verano fueron arrestadas cerca de 600 personas, sobre todo en La Habana, Puerto
Príncipe (hoy Camagüey) y Trinidad, territorios donde, a diferencia de la
capital cubana, estaban también comprometidos varios plantadores y ricos
propietarios criollos. A
varios de los detenidos le fueron ocupados documentos, firmados por Lemus en el
“Cuartel General de Guadalupe, sobre
los muros de La Habana… 1823. Imprenta del Gobierno de Cubanacán“. Tras
ser capturado en
Guanabacoa por una partida de dragones, el líder de los Soles y Rayos fue
paseado por las principales calles habaneras para que fuera repudiado por los
partidarios de España.
La poderosa elite esclavista cubana
del occidente de la isla, aliada con las autoridades coloniales que apoyaban la
expansión de la plantación azucarera, llegó a exigir castigos draconianos para
los implicados. Símbolo de la confluencia de intereses entre la elite habanera
y la restablecida monarquía absolutista española fue la erección, con el
auspicio de prominentes criollos como Claudio Martínez de Pinillos y Francisco
de Arango y Parreño, de una estatua de Fernando VII en la Plaza de Armas,
frente al Palacio de los Capitanes Generales, que estuvo en este céntrico sitio
hasta 1955.
Algunos miembros de las logias represaliadas en 1823, lograron escapar a Estados Unidos, para descubrir que no tenían el apoyo esperado del gobierno norteamericano a la independencia de su patria. Desde entonces, los emigrados cubanos buscaron el respaldo de Colombia y México, presididos entonces por Simón Bolívar y Guadalupe Victoria. Ese fue el caso del propio Lemus que, tras escapar de su prisión en España, se exilió en México, donde ingresó en la “Junta Promotora de la Libertad Cubana”, creada en la capital mexicana en 1825 por muchos de sus compañeros en la fracasada conspiración de los Soles y Rayos de Bolívar.
La
vida de los dos primeros europeos que vivieron entre los mayas, Jerónimo de
Aguilar y Gonzalo Guerrero, no pudo ser más diferente, pues el primero estuvo
con Hernán Cortés en la toma de Tenochtitlán, mientras el segundo enfrentó a
los conquistadores españoles de Yucatán y Centroamérica. Nacidos en las
cercanías de Sevilla y Huelva respectivamente, llegaron al llamado Nuevo Mundo a
principios del siglo XVI, incorporándose a la hueste de Vasco Núñez de Balboa, a
quien acompañaron, en septiembre de 1510, en la fundación de Santa María de la
Antigua del Darién.
Casi
un año después naufragaron en las proximidades de Jamaica cuando viajaban en un
bergantín capitaneado por Juan de Valdivia, que conducía a Santo Domingo las
riquezas extraídas de esa colonia española en Tierra Firme. Aguilar y Guerrero fueron
los únicos sobrevivientes de los pocos tripulantes que lograron subir a un batel,
que los arrastró hasta las costas meridionales de la península de Yucatán. En
la tierra de los mayas cayeron prisioneros de los Tutul Xiu, de la
ciudad-estado de Maní, que dominaba buena parte de ese territorio.
Aguilar, que había sido diácono en Andalucía, quedó al servicio de un sacerdote maya de Tulum, mientras Guerrero, antiguo soldado en la reconquista de Granada, devenía en instructor militar de los cheles de Ichpaatún, a quienes enseñó técnicas de combate europeas. Integrado a este pueblo maya de Chactemal, al norte de la bahía de Chetumal, llegó a formar una familia con Za’asil-Há, hija de un jefe de esta comunidad.
Las
expediciones españolas que merodearon las costas de la península de Yucatán, en
1517 y 1518, encabezadas por Francisco Hernández de Córdoba y Juan de Grijalva
respectivamente, enviados por el gobernador de Cuba, Diego Velázquez, con el
propósito de capturar esclavos y buscar oro, llevaron noticias a la isla de los
dos supervivientes de la embarcación de Valdivia. Por eso, el tercero de los
capitanes elegidos por Velázquez para recorrer la desconocida región
mesoamericana, Hernán Cortés, que partió el 10 de febrero de 1519, llevaba
entre sus encomiendas rescatar a los dos conquistadores extraviados. Al arribar
a la isla de Cozumel, Cortés tuvo noticias de dos hombres barbados que estaban
con los mayas, a quienes envió misivas y regalos con mensajeros indígenas e
incluso una embarcación para rescatarlos.
Jerónimo
de Aguilar consiguió autorización de los mayas de Tulum para unirse a Cortés, a
quien sería de mucha utilidad. Su dominio del maya, unido al conocimiento por
la indígena Malintizin de esa lengua y del náhuatl, le permitiría al
conquistador español entenderse con los mexicas. Gracias a su relevante papel
en la toma de Tenochtitlan y de otros territorios de lo que llamaron la Nueva
España, Aguilar recibió tierras y encomiendas de indios, que disfrutó hasta su
muerte en 1531, cerca del río Pánuco.
La
vida de Gonzalo Guerrero fue totalmente opuesta a la de Aguilar. Según cuenta
Bernal Díaz del Castillo en su Historia
verdadera de la conquista de Nueva España (1632), al conocer del mensaje de
Cortés por su compañero de aventuras contestó: “Hermano Aguilar, yo soy casado y tengo tres
hijos. Tienenme por cacique y capitán, cuando hay guerras, la cara tengo
labrada, y horadadas las orejas, ¿qué dirán de mí esos españoles, si me ven ir
de este modo? Idos vos con Dios…”.
Guerrero sobresalió en la lucha contra los conquistadores
españoles de Yucatán, a los que obligó a replegarse de Chactemal y de una buena
porción de la península, adentrándose después en auxilio de los mayas de
Ticamaya, en la actual San Pedro Sula (Honduras). El 13 de agosto de 1536,
cuando combatía a los invasores europeos cerca del río Ulúa, murió de un disparo
de arcabuz. Aunque un artículo del 2020 del periódico español ABC todavía lo tilda de “traidor”, en Nuestra América Gonzalo
Guerrero es reivindicado como un singular héroe anticolonialista. En su memoria
se levanta una estatua en la ciudad de Mérida en Yucatán, precisamente al final
de la prolongación de la avenida que lleva el nombre del conquistador español
al que combatió: Paseo de Montejo. Incluso una estrofa del himno del Estado de
Quintana Roo lo recuerda así: “Esta
tierra que mira al oeste/cuna fue del primer mestizaje/que nació del amor sin
ultraje/ de Gonzalo Guerrero y Za’asil”
El
fracaso del golpe de estado intentado por Donald Trump la semana pasada ha llevado
a algunos medios a calificar a Estados Unidos de “república bananera”. La paradoja es que esta expresión peyorativa
fue creada por el escritor y caricaturista norteamericano William Sydney Porter
(1862-1910), más conocido como O. Henry,
para burlarse de los países de América Central y el Caribe. El término apareció
por primera vez en su libro de cuentos Coles
y reyes (1904), elaborado en 1897 en Honduras, para referirse a aquellos
países atrasados e inestables de la región, que dependían de compañías
norteamericanas exportadoras de plátanos, gobernadas a su antojo por un solo
hombre que servía los intereses de Estados Unidos
Las
llamadas “repúblicas bananeras” surgieron
de la agresiva política recolonizadora norteamericana sobre América Central y
el Caribe, a fines del siglo XIX y principios del XX, que permitió a la United
Fruit Company y otras empresas de Estados Unidos controlar en forma monopólica
la producción, el transporte y la comercialización de sus rubros agrícolas más
rentables, principalmente el plátano o, por excepción, el azúcar en la Mayor de
las Antillas. Un negociante estadounidense, Minor C. Keith, fue el prototipo de
esta desenfrenada actividad por su papel en la construcción de ferrocarriles en
América Central y el fomento de plantaciones bananeras en varios países, entre
ellos Guatemala, Honduras Costa Rica, Panamá y Colombia.
Una
de las características singulares de la inversión masiva estadounidense en esa
región fue el sistema de enclave, que permitía el dominio por una sola empresa
de una especie de feudo, donde disponía de plantaciones, ferrocarriles, puertos
y otras diversas instalaciones, entre ellas hoteles, casas, almacenes, barracones,
hospitales, tiendas y cuarteles de su propia policía. En la práctica, esa área operaba
al margen del Estado y sus leyes, tal como demostraron Oscar Zanetti y Alejandro
García en una documentada investigación: United
Fruit Company: un caso del dominio imperialista en Cuba, publicada en 1976.
Pero
Estados Unidos no sólo aumentó, sin contrapeso alguno, su enorme influencia sobre
las débiles y atrasadas repúblicas centroamericanas y caribeñas con la intensa
actividad de sus monopolios. También estableció gobiernos títeres mediante la
intervención militar directa (big sitck),
bajo el amparo del corolario Roosevelt a la doctrina Monroe, proclamado poco
después de derrotar a España en la guerra de 1898 y apoderarse de los restos de
su imperio colonial. La primera víctima del “gran
garrote” fue la República Dominicana (1905), a las que seguirían muchas
otras, entre ellas Cuba (1906-1909), Nicaragua (1912-1925), México (1914 y
1917), Haití (1915-1934) y la propia República Dominicana de nuevo entre 1916 y
1924.
Este período de brutal expansionismo norteamericano coincidió con los 16
años (1897-1913) consecutivos de gobiernos republicanos de los presidentes
William McKinley, Theodore Roosevelt y William H. Taft, quienes se convirtieron
en verdaderos campeones del imperialismo. Como parte de esa ofensiva demoledora,
Estados Unidos logró convertir al Caribe en un verdadero mare nostrumnorteamericano
y a las naciones de la región en un verdadero rosario de repúblicas
semicoloniales o simples eslabones de una cadena de virtuales protectorados
sometidos a su absoluto control.
De esta forma, los países “independientes” de Centroamérica y el Caribe, terminaron atrapados en las redes del capital norteamericano, que los convirtió en verdaderos prolongaciones o enclaves de su propia economía, liquidando cualquier posibilidad de desarrollo propio y restringiendo o anulando su soberanía nacional; esto es, las famosas “repúblicas bananeras” ridiculizadas por O. Henry hace ya más de un siglo.
Hace unos días, un equipo internacional dirigido por David Reich
de la Facultad de Medicina de Harvard, con la colaboración del Centro Nacional
de Genética Médica de Cuba y la Universidad de La Habana, reveló el resultado
de sus investigaciones sobre los primeros habitantes de las islas del Caribe. Basado
en el análisis de los genomas de 323 personas, considerado el estudio más numeroso
de ADN humano antiguo que se ha realizado en el continente, concluyeron que
hubo dos grandes oleadas de poblamiento en las Antillas, separadas por tres mil
años, y muy diferentes una de otra.
Para el arqueólogo William
Keegan, del Museo de Historia Natural de La Florida, estos
resultados indican que los primeros caribeños llegaron a Cuba hace unos seis
mil años. En su opinión, acorde a la vieja tesis de Irving Rouse, eran
originarios de América Central o del Sur, pues hay similitudes entre utensilios
rudimentarios hallados en Belice y Cuba; aunque no se descarta que procedieran
de Mississippi o
La Florida, tras cruzar por las Bahamas. Desde la Mayor de las Antillas
siguieron a Santo Domingo y las siguientes islas. A la llegada de los españoles,
estos primitivos habitantes prácticamente habían desaparecido y solo subsistían
unos pocos, a los que Bartolomé de Las Casas llamó guanahatabeyes, arrinconados
en cavernas en las zonas occidentales de Cuba, donde vivían de la simple
recolección y la pesca.
La
misma investigación de Reich estima que hace unos dos mil quinientos o tres mil
años comenzó la otra oleada migratoria del Caribe, conformada por pueblos
aruacos o arauacos, que ya dominaban la agricultora y la alfarería, procedentes
del noreste de la América del Sur. Estos nuevos pobladores, que avanzaron de
isla en isla en dirección opuesta a sus predecesores hasta llegar a Cuba, no se
mezclaron con los pobladores ya establecidos, que se fueron extinguiendo. A
estos nuevos inmigrantes Las Casas los
denominó ciboneyes y tainos, aunque hoy tienen otros nombres, acorde a los
avances de las investigaciones arqueológicas. Dominaban la alfarería,
cultivaban tabaco, maíz, malanga, boniato y yuca o mandioca,
residían en aldeas de pequeño tamaño, ubicadas por lo general en zonas costeras
o a orillas de los ríos.
Según
Harold Ringbauer, miembro del equipo científico de Harvard mencionado, valiéndose de una novedosa técnica para calcular
la población en el pasado con segmentos compartidos del ADN, los pueblos aborígenes
diseminados por las Antillas eran a fines del siglo XV mucho menos numerosos de
lo que se creía, pues no pasaban de varias decenas de miles. Por ejemplo, la
investigación arrojó entre diez mil y cincuenta mil habitantes para La Española
y Puerto Rico.
Fue el representante de
Paraguay en Cuba, Augusto Ocampos Caballero, quien hace unos años me advirtió
que los indocubanos hablaban una lengua conectada con la guaraní. Durante sus
recorridos por la isla, el diplomático paraguayo se sorprendió al encontrar en
la toponimia cubana y en el castellano de la Mayor de las Antillas términos
parecidos al idioma nacional de su país. Recuerdo que le recomendé consultara
con el lingüista cubano Sergio Valdés Bernal, quien lo apoyó en sus
investigaciones que darían lugar a su enjundioso libro: Paraguay-Cuba. La historia común de guaranís, caribes y aruacos,
editado en la Habana en 2006.
Para
confeccionar este texto, que despertó el interés del destacado escritor
paraguayo Augusto Roa Bastos y del propio Comandante Fidel Castro, el embajador
Augusto Ocampos debió examinar archivos y bibliotecas de los dos países, incluyendo
la obra precursora del historiador cubano Julián Vivanco, realizada a mediados
del siglo pasado. Como resultado de su tesonera labor, logró identificar más de
trescientas palabras usadas habitualmente en Cuba de origen guaraní, entre
ellas guamá, guayaba, yaguajay, mayarí, manatí, baracoa, guáimaro, guanabacoa,
jutía, mambí, yarey, bibijagua y maní, legadas por los indocubanos
desaparecidos en el holocausto de la conquista española y que confirman las
historias entrecruzadas de los pueblos originarios de Nuestra América.