Chile era, desde la década de 1930, un país en el cual la
democracia “burguesa” quedó institucionalizada: se sucedían presidentes dentro
de ella y su estabilidad contrastaba con el resto de países de la turbulenta
América Latina. Incluso la izquierda política, representada por dos grandes
partidos, el Comunista y el Socialista, por sobre los discursos a veces
radicales, se integraban a esa democracia. Salvador Allende (1908-1973),
militante socialista, fue candidato para la presidencia en 1952 y 1958. Volvió
a serlo en 1964, aunque bajo circunstancias distintas, porque el triunfo de la
Revolución Cubana (1959) alteró la vida política latinoamericana, no solo
porque provocó la inmediata implantación de la guerra fría en la región, sino
al haber despertado una acelerada y extendida politización social hacia la
izquierda, de modo que en distintos países surgieron movimientos y guerrillas
que confiaron en poder reproducir el camino armado cubano.
Bajo ese ambiente, Chile también logró un camino inédito
de convergencia entre sus fuerzas políticas de izquierda; y en 1969, la “Unidad
Popular” (UP), una coalición integrada por el Partido Comunista, Partido
Socialista, Partido Radical (PR), Movimiento de Acción Popular Unitaria (MAPU),
Partido Socialdemócrata y Acción Popular Independiente, postuló para la
presidencia a Salvador Allende, quien, en su cuarta candidatura, logró un
estrecho triunfo frente a Jorge Alessandri, que necesitó de la ratificación del
Congreso, donde se votó por Allende, quien asumió la presidencia el 3 de
noviembre de 1970.
La expectativa mundial y latinoamericana puso su mira en
el “socialismo por la vía pacífica” que, en plena guerra fría, inauguraba
Chile.
Existía, por entonces, un amplio bloque de países
socialistas: la Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas (URSS) a la cabeza,
los países de Europa del Este; además, la República Popular China y Corea del
Norte, en tanto Vietnam hacía una guerra heroica contra los EEUU; y estaba Cuba,
vinculada por necesidad a la URSS, a raíz del bloqueo norteamericano y el cerco
de casi todos los países de América Latina. El “modelo” marxista de socialismo
era, por entonces, el de la estatización total de los medios de producción que,
ciertamente, había permitido reestructurar la vida de todos los países
socialistas, con amplios alcances en la reducción de las desigualdades, la
promoción del desarrollo, el mejoramiento de las condiciones de vida generales
y la provisión de servicios como educación, salud, seguridad social y vivienda.
Lo que estuvo en discusión es el significado y alcances del régimen político,
que la guerra fría enarbolada por los EEUU, calificaba como sistema anti
democrático.
La UP, por tanto, había planteado la vía pacífica, definiendo
un programa anti oligárquico, anti monopolista y de fortalecimiento social, con
clara ubicación de tres sectores económicos: la economía privada, una mixta y
el área de propiedad social, que
edificaría el camino socialista, a través del Estado. La nacionalización de las
minas de cobre, que estuvo en manos de empresas norteamericanas, no era una
novedad, después de un proceso parecido (la “chilenización del cobre”) que ya
ejecutó la Democracia Cristiana con el gobierno de Eduardo Frei (1964-1970). Tampoco
la reforma agraria, igualmente iniciada por Frei, que transfirió propiedades a
los campesinos. Paradójicamente incluso un programa parecido se hallaba en
ejecución en Perú con el “socialismo peruano” del gobierno militar de Juan
Velasco Alvarado (1968-1975).
Pero la “estatización” de Allende aceleró las enfurecidas
respuestas desde los EEUU, que bajo el gobierno de Richard Nixon (1969-1974) y
las guías de su Secretario de Estado Henry Kissinger, desplegaron las acciones
directas a través de la CIA y el financiamiento a la oposición, con el
propósito de derrocar a Allende (la CIA actuó desde tiempo atrás, cuando se
trató de impedir su triunfo electoral). La estatización de la banca, la
creación de los cinturones industriales en manos obreras, y la “amenaza” a la
propiedad privada, para fortalecer a los sectores mixtos y de propiedad social,
sobre una base campesino-proletaria, evidentemente destaparon las resistencias
de las “burguesías” internas. El desabastecimiento de bienes esenciales por el
boicot empresarial, el mercado negro y los síntomas de una economía en
desbalance, agudizaron las reacciones contra las políticas adoptadas desde el
Estado.
El gobierno de la UP despertó una radical lucha de clases
y ese ambiente alteró al país, atravesó todas las relaciones humanas, polarizó
la vida cotidiana, destapó las pasiones a favor o en contra de los cambios, sin
posturas intermedias. Entre las miles de páginas escritas sobre el tema,
resalto el reciente libro de Alfredo Sepúlveda, La
Unidad Popular, los mil días de Salvador Allende y la vía chilena al socialismo
(2020), que permite apreciar aquellas circunstancias, renovando los pormenores
de una época que marcó la vida de los chilenos hasta nuestros días.
El
golpe de Estado del 11 de septiembre de 1973 y la instauración de la dictadura
terrorista de Augusto Pinochet no “salvó” a Chile, sino que definió la
situación a favor de la burguesía y del imperialismo norteamericano. A la economía social levantada por Allende
siguió la economía neoliberal levantada por Pinochet, que requirió poner fin a
la misma democracia “burguesa” y representativa. De este modo, el pinochetismo
demostró que, ante la agudización inevitable de las tensiones sociales cuando
se trata de realizar transformaciones de fondo en las sociedades
latinoamericanas, finalmente las elites del poder capitalista acuden
abiertamente al fascismo para restaurar su poder y dominación, a sabiendas de
que cuentan con aliados poderosos en las fuerzas armadas y el imperialismo.
Después
de cincuenta años de la experiencia de la UP y del gobierno de Salvador
Allende, las condiciones históricas latinoamericanas han cambiado. La
traumática experiencia de los Estados militares terroristas del Cono Sur, el
derrumbe del socialismo “realmente existente”, las nuevas condiciones mundiales
derivadas de la globalización transnacional, así como el desinflamiento de las
vías tradicionales de la “revolución proletaria”, condujeron a la valoración de
la democracia representativa. Bajo este nuevo marco histórico, en América
Latina creció una izquierda social y
progresista nueva, que sirvió de base para sostener el inédito ciclo de
gobiernos progresistas que se generalizaron en América Latina con el inicio del
siglo XXI. Se trata de un amplio sector, ajeno al partidismo de izquierda
tradicional, al que, sin embargo, es capaz de aceptar; pero también de un
sector que no es necesariamente marxista (tampoco es anti-marxista), que
cuestiona al capitalismo, a los gobiernos empresariales/neoliberales, a las
derechas políticas y a las elites oligárquicas y concentradoras de la riqueza,
y que ha demostrado ser sensible para acoger las demandas de los sectores
medios, los trabajadores y capas populares.
En
estos amplios sectores del “progresismo” latinoamericano, ya no se plantea la
estatización generalizada de los medios de producción, aunque sí el
fortalecimiento del sector estatal de economía y de sus capacidades para
imponer los intereses públicos a los intereses privados. Existe la conciencia
de fortalecer los derechos sociales, comunitarios, ambientales, laborales, etc.
Se reclama una redistribución de la riqueza que afecte seriamente a los ricos
mediante el sistema tributario. Demandan servicios públicos de calidad, con
atención prioritaria a la salud, educación y seguridad social universales. Se
ha asumido, en los hechos, una vía pacífica de construcción del “socialismo”,
que da continuidad histórica a la tesis de la UP de Allende, y que pasa por la
edificación de una economía social y con mercados regulados.
Pero
nuevamente, la experiencia de los gobiernos progresistas ha vuelto a demostrar
algo que Chile ya vivió cincuenta años atrás: las derechas económicas y
políticas latinoamericanas no están dispuestas a que los cambios avancen a tal
profundidad que pongan en riesgo el poder del capital y de las elites
empresariales. En consecuencia, no han descartado el Neogolpismo, los “golpes
blandos” o los golpes de Estado anticipados (https://bit.ly/3k2C0d2);
y apuntan como un “riesgo” la construcción de economías sociales, que frenan o acaban con los modelos
empresariales y neoliberales. Tampoco es descartable que el “neo-pinochetismo”
se reinstaure, como recurso de última instancia, allí donde haga falta poner
“orden” frente al avance del progresismo y de las izquierdas sociales, en
general.
En
consecuencia, también la experiencia de Chile hace medio siglo, ha vuelto
urgente la convergencia y unidad entre las izquierdas tradicionales, las
izquierdas sociales, el progresismo de todas las vertientes latinoamericanas.
Construcción difícil, pero esperanzadora.