Que los talibanes y la anarquía se apoderen
nuevamente de Afganistán, no es un suceso de otra galaxia. Veinte años atrás
eran dueños y señores del país y regían a su pueblo bajo leyes dictatoriales
que ahora, según se colige, volverán a instaurarse.
La historia parece rebobinar su casete en ese país
árabe. Un 26 de septiembre de 1996, las fuerzas talibanes entraron en Kabul, la
capital, implantando un emirato islámico, lo que produjo gran impacto en la
comunidad internacional hasta su caída tras la invasión militar orquestada por
Estados Unidos y la OTAN en octubre de 2001.
Ahora después de una guerra relámpago, emulando la blitzkrieg nazi, que ha neutralizado en
pocas semanas los poderes estatales del Gobierno de Ashraf Ghani, el grupo
islamista ha retomado el lugar que les pertenece. La velocidad de las maniobras
ha dejado boquiabiertos al propio gobierno yanqui, quien ha visto caer su
careta de “guerra contra el terrorismo”.
Según el presidente norteamericano Joe Biden, sus tropas superan en número a
las de los insurgentes, pero en realidad es otro berrinche de mal perdedor
propio del Tío Sam.
Cuando el tan largo conflicto humanitario al fin se
acerca a una tregua, quizás parcial, quizás duradera, queda una estela de miles
de muertos y otro tanto de desplazados, sin contar el centenar de civiles que
se hallan a merced de los extremistas. ¿Qué pasará ahora? Nadie sabe a ciencia
cierta, aunque los nuevos dirigentes se han presentado como personas moderadas, asegurando no buscar
venganza sino paz, es probable que los
ciudadanos recelan esas expresiones dado que las imágenes dicen más que mil
palabras y excusas.
Gente desesperada por huir agarrándose a las ruedas
de un avión, agolpándose para escapar en el próximo vuelo, son algunas de las
trágicas postales recibidas, que ilustran la grave crisis humanitaria que se
vive. ¿A qué huyen? A la instauración nuevamente de un califato islámico en el
que la mujer no tiene ninguna libertad. Los avances dados en cuestión de
derechos humanos- si alguno- ahora vuelan por los aires.
En aquella época las mujeres no podían ir a la
escuela, ni trabajar fuera del hogar. No podían enseñar ninguna parte de su
cuerpo, ni siquiera los tobillos, y al salir a la calle debían estar
acompañadas por un familiar varón, entre muchas otras restricciones. También
fue prohibida la música, les cortaban las manos a los ladrones y se lapidaba a
los adúlteros.
Aún no hay nada claro. Los talibanes se han
comprometido a construir un gabinete inclusivo, y para realizar su proyecto
negocian con otras facciones, incluyendo políticos del régimen recién derrotado.
En medio de esta suerte de holocausto e incertidumbre vividos en el Medio
Oriente, Estados Unidos, “garante de la
paz y la libertad”, ahora huye del territorio afgano, nuevamente con el
rabo entre las patas, mientras el jefe de la Casa Blanca se limita a esconder,
como el avestruz, la cabeza en un hueco.
Biden ha reafirmado su decisión de retirar las
tropas, añadiendo que no iba a sacrificar más vidas por una causa que no vale,
aunque no reconozca legítimamente a los nuevos inquilinos. ¿Qué le habrá
llevado a esta decisión? Eso sólo lo saben los documentos clasificados del
Despacho Oval.
A la presidencia norteña apenas le queda resignarse
como en Saigón o Girón, al nuevo jaque
mate recibido, aunque públicamente por cuestión de orgullo no admitan la
derrota, y digan que no quieren derramar más sangre. Nosotros, como
espectadores de la historia, sólo nos queda observar de los sucesos y sacar conclusiones.
¿La paz será eterna en el territorio árabe? ¿Respetarán los talibanes su
palabra de paz? Ya veremos qué pasara.