En la lucha
por la independencia surgieron tres monarquías en América Latina. La primera fue la de Haití, implantada por Jean
Jacques Dessalines (1804) y continuada por Henri Christophe hasta su muerte en
1820, como ya referimos en Informe Fracto.
Después surgieron la de Agustín de Iturbide en el antiguo Virreinato de Nueva
España (1821-1823), que tuvo jurisdicción desde Texas a Panamá, y la de Maximiliano
de Habsburgo en el propio México (1864-1867). A ellas hay que agregar la de
Brasil, instalada por los Bragança en 1822 y que se derrumbó en 1889, la más
longeva de todas las monarquías americanas.
El colapso
del Imperio de Brasil comenzó la noche del 11 de noviembre de 1889, cuando los
oficiales del club militar fueron incitados a la rebelión contra la Corona, por
el exaltado republicano Benjamín Constant Botelho de Magalhaes, en los momentos
en que el monarca Pedro II se divertía en una fastuosa fiesta en Río de Janeiro.
Cuatro días después, las tropas del general Manuel Deodoro da Fonseca salían de
los cuarteles, ocupaban posiciones en la capital, exigiendo la dimisión del
gobierno, mientras en el ayuntamiento de la ciudad otros opositores a la
monarquía proclamaban la república.
La casa de
los Bragança se venía desgastando de manera acelerada desde el fin de la guerra
contra Paraguay (1870), por su pasividad ante la prolongación de la esclavitud,
que convirtió a Brasil en el último país americano en abolirla, y los
conflictos con la Iglesia y el Vaticano, provocados por el ejercicio del
patronato. A ellos se agregaron las crecientes contradicciones con el ejército,
surgidas cuando los militares se negaron a perseguir cimarrones y luego
rechazaron la ley de retiro (1883), lo que resquebrajó la disciplina de la
institución armada y su tradicional fidelidad a la Corona. En 1887, el
prestigioso general da Fonseca, comandante de Río Grande do Sul, apoyó a sus
subordinados que exigían el fin de la esclavitud y defendían el derecho a opinar
en la prensa. Al aumento del descontento militar también contribuyó la
tradicional política monárquica de favorecer a los “coroneles” de la Guardia Nacional, todos grandes hacendados.
En ese caldeado
ambiente se puso de moda la filosofía positivista, con su lema de Orden y Progreso, que era enseñada a los
cadetes de la Escuela Militar por el teniente coronel Benjamín Constant, quien
predicaba la necesidad de establecer en Brasil una dictadura militar
republicana. También el Partido Republicano, fundado en 1870, nutrido de las
capas medias urbanas, la emergente burguesía industrial y los ricos cafetaleros
de Sao Paulo, era partidario de derribar la monarquía, modernizar el país,
separar la Iglesia del Estado y acabar con instituciones que consideraban
antidemocráticas, como el Senado Vitalicio o el Consejo de Estado.
Para aplacar
a la oposición, el emperador entregó el gobierno al vizconde de Ouro Preto, portador
de un programa de reformas que incluía nuevas elecciones al congreso nacional, nombramiento
de un militar en la cartera de guerra y marina, autonomía provincial y
municipal, libertad de cultos y la reducción de las atribuciones del Consejo de
Estado. Pero estas promesas, que debían ser presentadas al parlamento el 20 de
noviembre de 1889, llegaban demasiado tarde. La impopularidad del gabinete de
Ouro Preto, junto con el rumor de que el general da Fonseca sería arrestado,
precipitaron el desenlace. En la mañana del 15 de noviembre de 1889 este alto
oficial sublevaba las tropas bajo su mando, mientras el general Floriano
Peixoto, jefe de la guarnición capitalina, se negaba a reprimir el levantamiento
y encarcelaba a todo el gabinete, incluyendo al
propio vizconde de Ouro Preto.
Todos
los intentos del emperador, que apresuradamente se presentó en Rio de Janeiro desde
su residencia en Petropolis, para revertir el derrocamiento fueron inútiles. Esa
misma noche del 16 de noviembre de 1889 fue obligado a abandonar el país con
toda su familia. El exitoso golpe militar permitió el establecimiento de una
república oligárquica –con el lema de Orden
y Progreso en su bandera-, conocida como la del “café con leche”, surgida
para satisfacer los intereses exclusivos de las elites cafetaleras y ganaderas
de Sao Paulo y Rio Grande do Sul. La caída del imperio brasileño fue resultado
de un movimiento “desde arriba”, sin
participación popular, que prolongó el viejo e injusto orden económico y
social.