El día viernes 9 de abril
de 1948 Jorge Eliécer Gaitán, el líder liberal radical colombiano, cuyas
convicciones nacionalistas y progresistas fueron indiscutibles, había
programado su actividad con la misma rigurosidad de siempre.
Aquel viernes se dedicó
en su despacho, ubicado en el centro de Bogotá, desde las 8:30 hasta las 11 de
la mañana a atender su actividad profesional. De 11 a 12 recibió a varios políticos y a
dirigentes gaitanistas. Luego, concedió un breve tiempo a varios ciudadanos
cuyo interés radicaba en hacerle llegar quejas y opiniones referentes a la
tensa situación colombiana de aquellos días.
A la una de la tarde
salió de su oficina para atender la invitación a almorzar que le había hecho
Plinio Mendoza Neira en el Hotel Continental. Debido a esta circunstancia
canceló el almuerzo en su residencia.
Mendoza pasó a recoger a Gaitán desde su oficina, quien junto a
Alejandro Vallejo, subdirector del diario La Jornada, Jorge Padilla, tesorero
del movimiento gaitanista en Bogotá y el médico y senador por Cundinamarca,
Pedro Eliseo Cruz, partieron hacia el Continental.
Gaitán advirtió a sus amigos que debía regresar con puntualidad a las 3 de la tarde para atender una cita importante con el joven cubano Fidel Castro Ruz, -a quien ya había conocido unos días antes- estudiante de la Universidad de La Habana, que había llegado a Colombia con oportunidad del Congreso de Estudiantes Latinoamericanos que en esos mismos días se desarrollaba en Bogotá y cuya realización había sido programada de manera paralela –a manera de una acción contestataria- a la Conferencia Panamericana.
Al salir del edificio
donde funcionaba la oficina de Gaitán, Mendoza le tomó del brazo al líder colombiano y avanzaron en
primera fila, en tanto los otros tres acompañantes, a pocos pasos, los seguían
sabiendo de la premura de Jorge Eliécer para atender la invitación de aquel
día.
Habían caminado unos
pocos minutos cuando sonaron tres disparos, casi en ráfaga y, luego, un cuarto
disparo. Gaitán cayó al piso pesadamente.
Cruz fue el primero en arrodillarse junto a Gaitán para socorrer al
líder colombiano quien estaba boca arriba sangrando profusamente de su
cabeza. Gaitán estaba en el tránsito a
la muerte.
Poco a poco, la poblada
fue arremolinándose alrededor del moribundo en medio de la consternación de sus
acompañantes y el murmullo creciente de “mataron a Gaitán”, aquella frase que
se expandió en Bogotá, y luego en toda Colombia, y que habría de convulsionar a
los humildes de aquella patria que habían puesto toda su confianza en el
intrépido hombre que con su discurso vibrante y sus propuestas a favor del
pueblo había logrado movilizar la conciencia de miles y miles de colombianos.
El agresor de Gaitán fue
desarmado y conducido por dos policías a la droguería “Granada”, ubicada a
pocos metros del atentado. Uno de los gendarmes que lo aprendió le conminó que
revelara el nombre de los que habían organizado la conjura, pues, -le dijo-, “usted
ya no tiene nada que perder, porque es hombre muerto.” El asesino –un
desconocido- no habló. Luego fue sacado por una multitud del lugar del
escondite y, posteriormente, arrastrado por una de las calles bogotanas donde
pereció en manos de una poblada que sabía que tal hombre había matado las
ilusiones de todo un país.
Vendrían luego las horas
del “bogotazo”, aquellas jornadas violentas en las que el pueblo enfurecido
arremetió contra todo aquello que les hacía intuir que formaba parte del orden
establecido y del poder.
Los sucesos de ese día se constituyeron en una especie de
metamorfosis entre la angustia a la frustración, expresada esta realidad en la
violencia que, adicionalmente, cuestionó a todos aquellos que tuvieron relación
con el partido conservador que entonces gobernaba Colombia.
El pueblo que se había
movilizado para castigar el crimen político, no obstante, no respondió, en
momento alguno, a una directriz liberal. Su movilización fue espontanea,
constituyó una respuesta –sin orden, sin planificación y sin dirección
política, como diría Fidel Castro, testigo privilegiado de tal circunstancia-
que sólo denotó desconcierto social.
De manera inmediata al
asesinato de Gaitán, pasadas los primeros días de tensión que se había
provocado por la movilización popular, liberales y conservadores intentaron una
salida negociada a la crisis social. Procuraron -sin decirlo- un pacto de
supervivencia de la realidad institucional del país. Los conservadores, más
hábiles y con la fortaleza de la hegemonía económica, consolidaron rápidamente
el poder y, en los siguientes meses al asesinato de Gaitán, lograron la
elección presidencial a favor de su candidato Laureano Gómez, tanto más que el
candidato liberal se retiró de la contienda electoral
Luego, este mismo régimen
conservador inició la persecución a los gaitanistas y a los liberales radicales
que, a contrapelo, optaron por la lucha armada para defenderse, dando inicio a
una guerra que fue cambiando de matices, de tácticas y de objetivos –así como
de actores- y que ha desangrado a Colombia por más de medio siglo.
Las causas de la espontánea sublevación popular ocurrida el 9 de abril
de 1948, conocida como el bogotazo, tienen
que ver con la derechización que vivía Colombia bajo el gobierno conservador de
Mariano Ospina. Presionado por los sectores más intolerantes de la oligarquía y
Estados Unidos, este mandatario enrareció desde fines de los años cuarenta el
ya tenso ambiente político con persecuciones macartistas, una mayor represión en las zonas rurales y la
liquidación de las organizaciones obreras, catalogadas de comunistas y
anticristianas.
La mayoría liberal en el parlamento, guiada por Jorge Eliécer Gaitán, un
líder carismático comprometido con la defensa de las causas populares, rompió
desde junio de 1947 con el gobierno y convocó a la movilización nacional contra
la espiral de violencia. Gaitán se venía radicalizando después de las
elecciones de mayo de 1946, de lo que era prueba su lenguaje antimperialista y
los llamados a la lucha de los trabajadores. En la multitudinaria marcha del silencio, el 7 de febrero de
1948, llegó a desafiar al régimen conservador cuando advirtió que “un partido que logra esto, muy fácilmente
podría reaccionar bajo el estímulo de la legítima defensa”.
El auge de la lucha popular, y las consignas
revolucionarias agitadas por Gaitán, alarmaban a las elites, que sólo buscaba
un incidente para aumentar la represión. Este pretexto fue el bogotazo. El 9 de abril de 1948, cuando en Bogotá sesionaba la IX Conferencia
Panamericana, partera de la Organización de Estados Americanos (OEA),
Gaitán fue asesinado en las calles de la capital colombiana por un oscuro fanático
conservador nombrado Juan Roa Sierra. El airado pueblo de la ciudad, volcado automáticamente
a las calles, ajustició de inmediato al criminal y se lanzó al asalto del Palacio
Presidencial, pues por instinto responsabilizó al gobierno con lo ocurrido.
Ante la frustración de las ansias
renovadoras de la población, que se canalizaban en torno a Gaitán, se desató entonces
una anárquica insurrección urbana (el bogotazo),
con apoyo de la principal central sindical e incluso de la policía, que puso al gobierno al borde del colapso. Entre
los que se unieron al levantamiento popular estaba un joven universitario
cubano, Fidel Castro, que se encontraba en Bogotá para una reunión estudiantil
continental en contra de la creación de la OEA.
En algunos sitios, como en
Barrancabermeja, se formaron juntas revolucionarias que por varias semanas
desafiaron a las autoridades, mientras por todas partes brotaban bandas armadas
para vengar a las víctimas y defenderse de la represión. Para intentar acallar al
pueblo, el presidente Ospina, luego de reunirse con la directiva liberal en el
virtualmente sitiado Palacio Presidencial, nombró algunos ministros del partido
opositor en su gabinete, que hicieron llamados a la calma.
El bogotazo
abre el periodo de la historia de Colombia conocido como “la violencia”, que
dejó un saldo de miles de muertos. También el bogotazo
facilitó los planes de la ultraderecha, pues el presidente Ospina, rompió
relaciones con la Unión Soviética y tras la retirada de los ministros liberales
del gabinete (mayo de 1949), clausuró el congreso (noviembre), suspendió las
garantías constitucionales y traspasó el poder (7 de agosto de 1950), en unos
comicios sin oposición, a un correligionario de ideología fascista: Laureano
Gómez, quien regresó de la España de Franco.
Bajo un estado de sitio
perpetuo se implantó una verdadera dictadura, que sirvió para aplastar,
mediante la intimidación y otros métodos brutales -hubo secuestros y asesinatos
masivos-, al liberalismo radical y las organizaciones de izquierda, mientras el
gobierno establecía un estado corporativo de partido único, calcado del
falangismo español, mediante una impuesta reforma constitucional.
El gobierno fascista de Gómez
subordinó totalmente los intereses nacionales a la política de Estados Unidos,
una de cuyas peores expresiones fue el envío de tropas a la Guerra de Corea, convirtiendo
a Colombia en el único país latinoamericano que lo hizo. Los
perseguidos por la reacción, liberales, socialistas, comunistas y otros
sectores, respondieron con huelgas y paros, mientras las zonas rurales se
inundaban de guerrillas que combatían la represión gubernamental, situación que
se prolonga hasta hoy.
La
situación de Colombia se ha ido complicando desde la llegada a la presidencia
de Iván Duque en noviembre de 2018, quien suspendió las negociaciones con el
Ejército de Liberación Nacional (ELN) y comenzó a incumplir los acuerdos de paz
con la Fuerzas Armadas Revolucionarias-Ejército del Pueblo (FARC-EP), conseguidos
en La Habana por su predecesor Juan Manuel Santos.
Nos
referimos al Acuerdo General para la Terminación
del Conflicto y la Construcción de una Paz Estable y Duradera en Colombia, firmados
en septiembre de 2016 por el propio presidente Santos y el comandante Rodrigo
Londoño (Timochenko), quien desde hacía un lustro ocupaba la jefatura de las FARC-EP
tras la muerte en un bombardeo de Alfonso Cano. Este tratado permitió la
desmovilización de la FARC-EP y la entrega de todo su armamento a la
Organización de Naciones Unidas (ONU), convirtiéndose en un partido político
denominado Fuerza Alternativa Revolucionaria del Común (FARC), para conservar
sus siglas.
Las FARC surgieron del semillero del bogotazo, la espontánea sublevación
popular del 9 de abril de 1948 desatada por el asesinato de Jorge Eliécer
Gaitán. Este carismático líder liberal era un obstáculo a la creciente
derechización del país y la violación de los derechos de la población. Desde
entonces se abrió el periodo de la historia colombiana conocido como la
violencia, que mediante la intimidación, secuestros y asesinatos masivos, se
propuso aplastar al liberalismo radical y las organizaciones democráticas. Mientras
el gobierno se subordinaba totalmente a Estados Unidos. Los perseguidos
por la reacción, liberales, socialistas, comunistas y otros sectores,
respondieron con huelgas, paros y la organización de guerrillas, así como las
llamadas zonas de auto-defensas campesinas.
Una de las más conocidas surgió a fines de los cincuenta en las montañas
de Tolima, donde miles de familias encontraron refugio protegidos por grupos
armados liberales y comunistas. En las zonas de autodefensa orientadas por estos
últimos, se adoptaron fórmulas administrativas propias de un Estado en guerra y
reglamentaciones socialistas, como ocurrió en Marquetalia y El Pato. Más tarde,
bajo el impacto de la Revolución Cubana, guerrillas
de autodefensa campesina se trasformaron en movimientos armados de liberación
nacional. Ese fue el caso de las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia
(FARC), fundadas en 1964 y ligadas inicialmente al Partido Comunista.
Por otro lado, en enero de 1965, nutrida por
jóvenes estudiantes e intelectuales, surgió el Ejército de Liberación Nacional
(ELN), encabezado por Fabio Vázquez Castaño –sustituido en 1973 por Nicolás
Rodríguez (Gabino)-, que se estableció entonces en el valle medio del
Magdalena. Al ELN se incorporó el sacerdote Camilo Torres, caído en combate ese
mismo año. En 1967, surgió el Ejército Popular de Liberación (EPL), de
inspiración maoísta, hoy todavía activo, y tres años después el Movimiento 19
de Abril (M-19), con miembros de las FARC y del partido Alianza Nacional
Popular (ANAPO), que pactó su desmovilización (1990).
Desde los años ochenta, las
FARC varió su estrategia, añadió Ejército del Pueblo a su nombre y devino en la
más poderosa de todas las organizaciones político-militares, con más de sesenta
frentes diferentes y unos 17 mil guerrilleros, el triple de todas las demás. La
hostilidad desembozada del gobierno de Iván Duque contra las FARC, que ha
llegado al extremo de asesinar a más de doscientos de sus antiguos combatientes
–como ocurrió en los noventa con los desmovilizados
del M-19-, han puesto en solfa los acuerdos de La Habana en medio del anuncio
del próximo arribo de tropas élites del ejército de los Estados Unidos con el
argumento de la lucha contra el narcotráfico.
Eso explica la reaparición de las guerrillas llamadas FARC-EP Segunda Marquetalia, encabezadas por Iván Márquez, quien dejó su curul en el congreso colombiano y se ha sublevado con muchos de sus ex compañeros de guerrilla, a los que habían antecedido los seguidores del comandante Gentil Duarte. Acorde a las últimas noticias, ambas fuerzas ya suman más de siete mil combatientes y pudieran reunificarse bajo el programa del fundador de las FARC Manuel Marulanda Vélez (Tiro Fijo), fallecido en 2008, para impedir la repetición de la trágica historia del M-19, en un país donde la violencia parece no tener fin.
En la República de Colombia, denominada hasta 1863 con su nombre
colonial de Nueva Granada, seguían en vigor después de la independencia el
viejo monopolio fiscal, los gravámenes a cada transacción comercial y el
estanco del tabaco. Las rentas estancadas y los derechos de aduanas
constituían, después del fin del tributo indígena, las fuentes principales del exiguo
presupuesto estatal, dedicado en su mayor parte al mantenimiento de un Ejército
sobredimensionado y al pago de la deuda externa.
Ante el brusco descenso de las entradas fiscales, los continuos déficits
en la balanza comercial y la creciente falta de circulante, el gobierno del
General Tomás Cipriano de Mosquera, extendido de 1845 a 1849, buscó nuevos recursos
financieros. Para impulsar el comercio exterior fomentó desde 1847 la libre
navegación por el Magdalena, abolió el estanco y redujo las tarifas aduaneras.
Estas disposiciones favorecieron una mayor afluencia de manufacturas
extranjeras en Nueva Granada, lo que causó estragos en las tradicionales
producciones autóctonas, en particular en la meseta central andina y la ciudad
de Bogotá, centro de un tercio de las artesanías nacionales. Ante la creciente
competencia de los artículos importados, los trabajadores capitalinos,
encabezados por el sastre Ambrosio López, el zapatero José María Vega y el
herrero Miguel León, fundaron en noviembre de ese año la Sociedad Democrática
de Bogotá.
En poco
tiempo la asociación artesanal se convirtió en la más nutrida del país,
influida por algunos preceptos del socialismo utópico francés. En esas
condiciones, se inició en 1849 la revolución liberal neogranadina con el
ascenso a la presidencia de José Hilario López, elegido por un atemorizado
congreso que cedió ante las airadas presiones de los artesanos en la propia
sede del legislativo. En el gobierno, los liberales decretaron la expulsión de
los jesuitas, la libertad de prensa, la extinción de censos, la abolición del
diezmo y de la esclavitud (1851). Además, prohibieron toda actividad a las órdenes
religiosas, separaron la Iglesia del Estado e introdujeron otras reformas democráticas
en la Constitución de 1853, proceso denominado en la historia de Colombia como
la revolución del medio siglo.
Pero los
liberales, representantes del sector agrario-comercial exportador, no
cumplieron sus promesas de subir los aranceles de aduana y proteger las
producciones autóctonas, por lo que los artesanos se sintieron traicionados.
Convertidos en enemigos irreconciliables de los liberales extremistas o radicales,
conocidos como gólgotas, partidarios
del laissez faire y de disminuir al
máximo al Estado y el Ejército, los artesanos, vestidos con la ruana tradicional, se enfrentaron en
peleas callejeras con los cachacos, ricos
jóvenes liberales que usaban casacas importadas de tartán escocés. Las
contradicciones clasistas subieron de tono cuando los miembros de la Sociedad
Democrática decidieron ocupar el poder en Bogotá. Para conseguirlo, se aliaron
a los liberales moderados, llamados draconianos,
y a un sector militar, afectado por la drástica disminución de los
efectivos del Ejército dispuesta por los gólgotas
aliados a los conservadores.
El 17 de
abril de 1854, los artesanos se armaron y junto al cuerpo de húsares,
encabezado por el General José María Melo, un antiguo oficial de Bolívar,
depusieron al gobierno y derogaron la Constitución liberal, aunque el
movimiento no tuvo éxito en el resto del país. En cambio, los conservadores y
liberales se unieron y organizaron un poderoso cuerpo militar, puesto a las
órdenes del ex Presidente Mosquera.
Aislada
en el altiplano de Bogotá, la república artesana estaba condenada al fracaso.
La capital fue sitiada en diciembre y, tras arduos combates, ocupada. Melo fue
desterrado a México, donde se unió a los partidarios de Benito Juárez, hasta
que fue capturado por los conservadores y fusilado en Chiapas en junio de 1860;
mientras más de doscientos artesanos, hechos prisioneros con las armas en la
mano, eran enviados a realizar trabajos forzados en las selvas de Chagres (Panamá),
donde murieron víctimas de la fiebre amarilla y el paludismo.